Análisis de World of Goo para Switch
Los desposeídos.
¡Algunos vencedores lo son más que otros!
-El escritor de carteles
En apariencia, World of Goo trata sobre hacer torres con porquería. Uso aquí la palabra "porquería" en el más amplio de los abanicos: alquitrán, detritus, restos de goma quemada... en ningún momento se nos explicita qué tipo de material encarnamos, solo intuimos que es prescindible, al menos sobre el papel. Somos subproductos de algún proceso industrial sin nombre, residuos destinados a la trituradora; no tenemos ningún valor. Diseminados por el mundo de cualquier manera nos limitamos a dormir, hasta que alguien nos despierta y nos organizamos. Así, apoyándonos los unos sobre los otros, puede que consigamos elaborar una estructura que desafíe a la gravedad para que unos pocos puedan salvarse. Para resolver el puzle, en definitiva, porque como digo de eso va World of Goo.
En apariencia.
Porque World of Goo también es un dardo, una punzada de culpabilidad y una metáfora afiladísima, aunque cada uno deba decidir sobre qué. Lo es desde su base (al fin y al cabo, es un juego sobre construir torres), y desde un punto de partida que no podría ser más explícito: ahí está la Corporación, ese megalómano infierno de factorías y chimeneas que manufactura otro producto sin nombre y se eleva sobre un océano de insignificantes consumidores. Más tarde obtendremos respuestas, pero la lección está clara desde el principio: lo importante no es el resultado de ese sistema, es el sistema en sí. Como el juego se encarga de recordarnos constantemente, solo somos una pieza en el engranaje. Por eso, en el fondo, la disyuntiva entre producto y residuo carece de significado: son solo etapas en un ciclo sin fin. ¿Al ascender, realmente nos estamos salvando? ¿O solo volvemos a entrar en la rueda?. La tubería que nos sirve como meta, ¿es libertad o condenación?. Como reza uno de los numerosos carteles que encontraremos, todo el mundo se empeña en construir hacia arriba, pero ¿qué hay realmente arriba?.
Dicen por ahí que existe una rueda gigante en el cielo.
-El escritor de carteles
Pero no solo construimos torres. A veces construimos puentes, o pasarelas, o lianas por las que descolgarse o pequeños navíos flotantes, restos del naufragio suspendidos por globos en los que intentamos alcanzar, de nuevo, la salvación. Porque World of Goo es un juego de puzles, y como todos los que realmente merecen la pena sabe construir sobre dos o tres reglas básicas para plantear todas las situaciones posibles. En ellas está su fuerza, y no solo a nivel jugable: más allá del mero desafío intelectual, y de esa nueva vuelta de tuerca que eleva constantemente la apuesta con un silbato, un globo o una bola que parece un moco y solo sabe colgar hacia abajo, cada nuevo nivel es ante todo una lección, un nuevo escenario en el que subrayar su discurso. A menudo lo hace de manera evidente, sembrando el escenario de esos carteles de los que hablaba antes: parecen chistes sin importancia, pero hay que ver lo duro que pegan.
Lo realmente bonito del asunto es que en la mayor parte de los casos no son en absoluto necesarios; cuando funcionan como pequeños consejos, las mecánicas son los suficientemente fuertes como para que podamos apañarnos sin ellos, y lo mismo sucede cuando funcionan como pequeñas cargas de profundidad. Porque World of Goo, como Journey, como Braid, como los buenos, es otra demostración de que las cinemáticas son la manera de narrar de los perezosos: alguna que otra hay, pero todo lo que necesitas saber está en esas torres. Unas torres que comienzas construyendo de manera errática, descuidada, obsesionado por llegar cuanto antes a la tubería. Quieres salvarlos a todos, y por eso las bases son delgadas y los puentes estrechos; no quieres que nadie se quede atrás. Pero las cosas no siempre funcionan como uno quiere, y con el tiempo comprendes, asumes, que avanzar implica soltar lastre. Que los cimientos son imprescindibles, y que los verdaderos protagonistas no siempre son los que se balancean peligrosamente en la cumbre; que sacrificar a unos pocos para reforzar secciones en apariencia irrelevantes puede decidir el destino de muchos, y que para conseguir que algo flote conviene cargar peso por debajo del agua. Si quieres ir arriba, ve primero hacia abajo. No seas impaciente, no seas ambicioso. Piensa en el bien común.
Si una Bola de Goo cae en un pozo de 10 metros de profundidad y sube tres metros cada día pero se resbala dos por la noche, ¿seguirá estando estupenda por la mañana?
-El escritor de carteles
Además de todo esto, cada nivel de World of Goo es una nueva ocasión para crear algo bonito. Es un concepto este, el de la belleza, del que el juego habla mucho y muy seguido, y no siempre de la manera o con la intención que esperamos. Hay belleza en sus estampas, y en sus personajes, y en sus atardeceres y en sus molinos de viento, pero es una belleza rara. Sus diseños parecen intencionalmente burdos, feístas, y puede que ahí esté la clave: en elevar por encima del fango a unos cuantos pedacitos de porquería que juntos son algo más. Es una belleza que eleva, que hace justicia, y que unida a una banda sonora que solo se puede calificar como inolvidable consigue momentos que llegan a sobrecoger.
Pero también la hay de otro tipo: una belleza que separa, que divide clases y deja claro que, como en la granja del señor Jones, todos los Goos son iguales pero algunos son más iguales que otros. En un mundo regido por la belleza, aunque sea una apuntalada a base de cremas y bisturís, quien no la tiene no vale nada; si acaso, para caer bajo los pinchos que soportan la base de una gran alfombra roja por la que desfila una inmensa bola con los labios pintados. Como digo, no hace falta buscar demasiado para encontrar las metáforas.
¡Todo el mundo es bienvenido!. Están legalmente obligados a decirlo, pero nunca entrarán con esas pintas.
-El escritor de carteles.
Por suerte, también hay lugar para la esperanza. Para tomar todas esas gotas extra que hemos salvado, las que iban fuera de cupo y nadie nos había exigido, y construir con ellas de manera libre, alzando una torre cuanto más alta mejor. No se sabe muy bien hacia donde, aunque hay quien dice que hay una rueda gigante en el cielo. Es igual: incluso en sus pequeños momentos de optimismo World of Goo tampoco regala nada. Porque mantener la estabilidad de una construcción tan grande es complicado, pero la verdadera sorpresa llega cuando abandonamos este pequeño modo alternativo y comprobamos con terror que el reloj ha seguido girando. Que la física ha seguido su curso, y nuestro castillo de naipes se ha venido abajo mientras tomábamos cañas. World of Goo, por si todavía quedaba alguien que lo dudara, está obsesionado con enseñarnos cosas: que somos responsables de nuestros actos, por ejemplo, o que ahí fuera, en el mundo real, nuestras decisiones tienen consecuencias a largo plazo. Y también que es importante ser fiel a uno mismo: aunque las cosas se tuerzan y el tiempo apremie hay que tener un plan y ceñirse a el, porque los parches se acaban pagando caro.
Son enseñanzas que duelen, y entiendo que haya quien pueda enfadarse. Sobre todo porque podemos hacerlo todo estupendamente, y trabajar como una hormiguita en construir unas raíces fuertes para que una pieza suelta de al traste con nuestras ilusiones y toque volver a empezar de cero. Es lo que tienen los puzles basados en físicas, y también trabajar con seres que entendemos como peones: en algún momento podrían empeñarse en no cooperar. Es cuando llega la frustración, porque World of Goo ya fue, muchos años antes que The Last Guardian, un juego incómodo para quienes esperen que dos mas dos sumen siempre cuatro. Sin duda, es la misma rabia que sentiría la propia Corporación. Una entidad que se sabe superior y a la que aun así, a veces, le toca observar impotente como los Goos corretean y se agolpan de cualquier manera, ajenos al delicado equilibrio de lo que se trae entre manos. Como si la vida se resistiera a formar parte de un simple sistema.
A veces hace falta uno solo para que toda la estructura se venga abajo, y esa es la lección más grande. Que tras todas estas lecturas, todos estos planes y todas estas interrogantes se erige un único juez imparcial: la física. La matemática, el número desnudo, que pega un golpe en la mesa y decide lo que está bien y lo que está mal. La física mas pura y elemental, devolviendo todas las bolas curvas que lanza su propio argumento y contestando todas las preguntas que el juego plantea pero no se atreve a intentar responder. Dando a todas nuestras teorías un baño de realidad, y otorgando a una partícula insignificante, a un simple peón, el poder de cambiar la historia. Puede que a veces resulte molesto, pero esto ya nos lo explicó aquel Joker disfrazado de enfermera: al final, lo que decide de que lado cae la pelota es el caos, y del caos se pueden decir muchas cosas, pero es absolutamente justo.