Análisis de Xenoblade Chronicles 2
A hombros de gigantes.
Hay una escena en Matrix que siempre me ha gustado especialmente. Su protagonista es Cifra, el viperino programador que más tarde vendería a la humanidad por un pedazo de solomillo, y se desarrolla en su ambiente natural de trabajo, una pequeña estancia de la Nabucodonosor atestada de monitores que parecen haber pasado mejores momentos. Sobre las pantallas una interminable lluvia de caracteres verdosos parece inundarlo todo, y a sus espaldas un ojiplático Neo se limita a preguntar si todo aquello es realmente Matrix. A ojos de un neófito se trata de un galimatías de aúpa, pero el operador no tarda en quitarse importancia: "yo ya ni siquiera veo el código. Todo lo que veo es una rubia, una morena, una pelirroja...". Tristemente la explicación real resulta aún más prosaica, pero no dejemos que un montón de recetas de sushi nos aparten de lo realmente importante: como jugadores todos tenemos algo de Cifra, todos habitamos mundos que sabemos virtuales sin ver más que un montón de zombis y otro de dinosaurios robot, y hay pocas sensaciones más reconfortantes que la de establecer ese estado de iluminación, ese contacto directo que comunica mente y mecánicas, código y observador, sin necesidad de que nadie te inserte un palmo de metal en la base de la nuca. Pocos juegos consiguen este tipo de comunión, y Xenoblade Chronicles 2 es sin duda uno de ellos.
Por eso quiero empezar por aquí, por un apartado del juego que quizá robe menos titulares que su mastodóntica duración o ese mundo irreal y bellísimo que ya es seña de identidad de la saga. Por eso quiero hablar del combate, y de una escena similar que se desarrollaba en un espacio distinto, aunque la cantidad de cables arremolinados de cualquier manera pudiera llevar a pensar lo contrario: en este caso hablamos de un salón normal y corriente, de una pantalla algo más agradable a la vista y de un redactor de esta santa casa que irrumpía de sopetón en mitad de un enfrentamiento especialmente tenso y tardaba poco en llevarse las manos a la cabeza. "Sé lo que parece", le dije, "pero lo creas o no lo estoy entendiendo todo". Una rubia, una morena, una pelirroja. Te acostumbras.
También me gustaría hablar, aunque sea por un momento, de Bayonetta, y no necesariamente porque la cosa vaya de combos y de armamento de proporciones ridículas. Algo de eso hay, pero si ambos juegos coinciden en algo no es en su interpretación de la acción, sino en esa tendencia a la saturación sensorial y en el barroquismo de unas galletas que solo se hacen legibles para el ojo entrenado y nunca para el espectador casual. Pese a sus radicales diferencias mecánicas ambos sistemas se cimentan en los patrones, en las estructuras, en el orden dentro del caos, y pronto dejan ver que son mucho más que la suma de todas sus partes. Son sinergia pura, castillos de reglas o de tacones de aguja que se alimentan unos a otros llenando todo el espacio visual de deflagraciones y haces de luz, pero también de posibilidades. Y por eso son fascinantes.
En el caso que nos ocupa, además, Monolith acierta de pleno al potenciar ese aspecto iniciático, esa sensación de ritual solo para entendidos, mediante una dosificación extremadamente calculada de la información que siempre pone el dedo a la hora de ofrecerte un mordisco del bocadillo. Salvando las distancias se trata de un principio de diseño que en cierto estudio nipón aficionado a las hogueras, las almas y los bosses cabrones conocen mejor que bien, y que entiende que hay una gratificación innata en el hecho de unir los puntos por uno mismo. Hay tutoriales, por supuesto, pero son escuetos y diría que intencionalmente vagos, y no sabría citar una sola mecánica que revele su verdadero potencial de buenas a primeras sin unas cuantas horas de testeo de campo. Es un proceso de aprendizaje constante que encadena eureka tras eureka hasta que por fin entendemos como funcionan realmente los bloqueos elementales y que se prolonga durante su buena treintena de horas hasta que alcanzamos algo parecido a la competencia, y que en aras de la mayor brevedad posible intentaré resumir a continuación. Como nota adicional para el lector, puede que este sea tan buen momento como cualquier otro para hacerse con un paquete de biodraminas.
Para empezar, y antes de que nadie se haga daño, partamos de la base de que en el mundo hay Pilotos, y que también hay Blades. Los primeros no tienen sentido sin los segundos, porque la capacidad de vincularse con ellos es lo que les separa de la gente corriente y porque de ese lazo surge su capacidad en combate: salvando a los enemigos de campo (no a todos), cada vez que un combatiente pise la arena lo hará acompañado de uno de estos asistentes, tomando de él sus poderes y una afinidad elemental variable que haríamos bien en tener presente. Así, nuestro grupo de hasta tres luchadores simultáneos redunda en combate en una triple pareja, y en un sistema de movimiento libre que ignora cualquier pantalla de carga y nos permite iniciar las hostilidades con solo desenfundar la espada. Los enemigos harán lo propio, y cuando una bandada de ardillas aparentemente inocentes interrumpa nuestro paseo matutino a bocados lo primero que tocará tener presente es que la palabra "vínculo" no es casual: alejarse de nuestro Blade significa la muerte, o al menos una merma en nuestras estadísticas que puede enviarnos al otro barrio si no sabemos gestionar las distancias correctamente. El posicionamiento es por tanto vital, algo que aprenderemos por las malas tras el primer par de correctivos: sí, es cierto que una vez desenfundada el arma el ataque es automático, pero que Dios guarde al que piense que eso deja poco trabajo que hacer.
Para empezar, porque no es lo mismo atacar por la espalda que hacerlo desde un lateral. Y para continuar porque esos ataques siguen una secuencia, y pueden potenciarse mediante técnicas especiales que también se basan en la posición. Cada una viene con un tiempo de refresco independiente y con un montón de modificadores complicadísimos, y malgastar esa estocada con capacidad de derribo sin más ni más o emplearla como colofón de un ataque trasero que además sea el tercero devuelve números muy diferentes. Ya que hablamos de los derribos, para eso también hay una cadena: deben venir precedidos de un movimiento debilitante, y pueden continuarse con un lanzamiento, que a su vez puede rematarse con... ya me entendéis.
Es un sistema que implica necesariamente prestar atención a los movimientos del resto del equipo, y lo mismo sucede con los llamados combos de Blade, sucesiones de ataques elementales que los compañeros nos pedirán continuar, si cuentan con potencia para ello, mediante pulsaciones a izquierda y derecha con los gatillos, y aquí es donde comienza realmente la diversión: un ataque de fuego de rango dos no tiene los mismos efectos en solitario que como parte de una cadena, la vía elegida tiene consecuencias a largo plazo, y combinando con tino es posible deshabilitar movimientos concretos del adversario. Como contrapartida esto le otorga una inmunidad, pero como supongo que a estas alturas hay gente abandonando la sala no hablaré del procedimiento concreto para revertirla sin la presencia de mi abogado. Aun así, no me gustaría cerrar este pequeño curso de choque sin mencionar un pequeño detalle: tanto el personaje que controlamos como cualquiera de nuestros compañeros dirigidos por la IA pueden vincularse con una infinidad de Blades diferentes y alternar entre ellos en caliente con una pulsación de botón, resultando en un armamento y un set de movimientos y habilidades totalmente nuevo. Si estáis pensando en Pokémon estáis en lo cierto, y es tan terrorífico como suena.
El resultado de todo esto es una interfaz que recuerda a ratos a un MMORPG coreano o a la cabina de un Boeing 747, pero también uno de los sistemas de combate más profundos y satisfactorios que servidor recuerda en el género. Suena intimidante porque lo es, pero la Fosa de las Marianas no es lugar para buceadores de fin de semana: Xenoblade Chronicles 2 exige compromiso y ganas de aprender, pero devuelve el gesto envuelto en un millón de barras y numeritos que están ahí porque son necesarios. Es excesivo, abrumador, pero pone en manos del jugador una capacidad expresiva que por supuesto se traslada a los sistemas que rigen el desarrollo de todos esos juguetones diseños anime. Creo que ya hemos tenido suficiente juerga por hoy, así que intentaré ser breve: hay tablas de afinidad, y puntos de desarrollo independientes para artes o habilidades pasivas, y chips de aumento para los Blades que deberemos ensamblar en establecimientos especializados, e incluso un personaje en concreto que solo podremos desarrollar batiendo las puntuaciones de una máquina recreativa. En dos dimensiones, y con una banda sonora adorable. Así están las cosas.
Dicho esto, el lector podría estar tentado a pensar que nos encontramos ante el típico JRPG de sistemas, una adaptación anime de una tabla de Excel que obsesiona por lo inabarcable de sus mecánicas pero tiene poca pegada en lo emocional. No es del todo falso porque sin duda es donde más destaca, pero aquí quiero lanzar un segundo aviso a navegantes: Xenoblade Chronicles 2 no es, ni por asomo, Xenoblade Chronicles X. No planteo la comparación con desdén porque el título de Wii U desbordaba ambición por todos sus poros y sería de necios negarle sus méritos, pero quien saliera escaldado entonces puede respirar tranquilo. Toda esa aridez, esa falta de piedad y esa carencia absoluta de miramientos para con el tiempo del jugador han desaparecido prácticamente por completo, y lo que nos ha quedado a cambio es un juego que lleva ese dos en la portada por algo. Por ser un digno sucesor de su padre biológico, un JRG más tradicional y blandito que no renuncia a la épica ni a la escala pero se niega a abandonarnos a nuestra suerte en un páramo baldío. Todo es más lógico, más razonable, y aunque esa soledad que tan bien le sentaba a Mira se ha perdido lo que nos queda a cambio es sentido del ritmo y un inicio dulce, que te bombardea con personajes y situaciones hasta que te tiene en el bote. La lección sigue siendo igual de dura, pero el profesor que te hincaba la regla en los nudillos se ha jubilado y el nuevo suele venir con una guitarra a clase.
El mérito es compartido entre narrativa y entorno, pero ya que hablamos de Mira creo que lo suyo es detenerse primero en un mundo que puede no obligarte a dar tantas vueltas innecesarias, pero que podría justificarlas sin mayores problemas. Un mundo que vuelve a partir de esa idea del millón que fueron los titanes que sustentan el mundo, y que aquí se multiplican en algo parecido a un Waterworld de colores pastel: bajo el horizonte está el mar de nubes, y por encima las espaldas de titanes grandes como continentes o pequeños como barcos, el único sustento para una humanidad que se está quedando sin espacio para vivir. Un tirabuzón narrativo que sirve de excusa para plantear un goteo constante de nuevos entornos a cual más imaginativo, y que incluso tiene su impacto jugable en conceptos como el ir y venir de unas mareas que podrían cortar el paso a la rabadilla del gigante en el momento más inoportuno. Puede que toque hacer tiempo en una posada, o partirse la cara con el entorno en la búsqueda de un camino alternativo, de cientos de ellos, que automáticamente ponen en ridículo a la plana mayor de sus compañeros de género. No es solo que el nivel artístico sea altísimo, sino que la exploración se convierte en algo vivo y real, en una lucha constante en la que perdemos el sentido de la orientación mientras escalamos por una raíz más vieja que el mundo o nos vemos sorprendidos por una manada de reptiles de nivel 50. Como novedad contamos con algo parecido a un radar que indica constantemente la orientación del siguiente punto caliente para el encargo activo, pero aun así es frecuente perderse, y no podría importar menos: si la intención del JRPG ha sido alguna vez la de transportarnos a mundos de fantasía pocas franquicias han defendido su vigencia como género con semejante determinación, y esta secuela es una nueva muesca en el mismo revolver.
Pero hablaba antes de narrativa, y aunque en este sentido Xenoblade Chronicles 2 no inventa la rueda es de justicia un pequeño adelanto. No quisiera extenderme porque lo bonito de las series de dibujos es verlas en pijama los sábados por la mañana, pero como punto de partida decir que encarnamos a Rex, un jovenzuelo entusiasta que malvive en una cabaña sobre la espalda de un titán adorable y que recuerda un poco al señor Miyagi. Además es buceador, y como no todos los héroes tienen por qué llevar capa lo que consigue malvendiendo pedazos de chatarra rápidamente lo envía en un sobre para ayudar en casa. Entonces alguien le encarga un trabajo especial, y pronto conoce a una chica, y antes de que nos demos cuenta las cosas comienzan a girar fuera de control, porque evidentemente aquí nada es lo que parece y porque hablamos de un argumento tan deliciosamente anime como cualquier entrega numerada de la serie Tales Of. Cuestión de gustos, supongo, aunque en mi libro eso son dos pulgares apuntando sin complejos al cielo: a nadie le va a cambiar la vida, pero hay giros por doquier, secundarios potentes, una bola de pelo que llama a su abuelo "yayopon" y el suficiente brío en la narración como para que apetezca seguir tirando del hilo.
Al menos, claro, que decidamos perdernos en un maremágnum de secundarias que sin duda suponen el mayor punto flaco del juego: las ochenta horas son un titular estupendo, pero alargarlas aún más a base de búsquedas de ingredientes para una tarta y niños perdidos en la ciénaga de los jabalíes no suena a decisión de diseño del año. No son todas, pero son demasiadas, y un juego así no necesita de estas artimañas. Debería ser suficiente con la escala, con la belleza, y con esa sensación que algún día se nos quedará vieja pero que este tipo de lanzamientos siguen empeñándose en refrescar: ver un juego de esta envergadura moviéndose en una portátil es una cosa de otro planeta, aunque en esta ocasión la versión de bolsillo emborrone los escenarios un poco más de la cuenta. Es un pequeño precio a pagar por llevarse a la calle algo así, un nuevo sueño cumplido que marca todas las casillas del género y que si se ve limitado por algo es por esas mismas señas de identidad; por el almíbar, por los clichés, por los niños que salvan al mundo y por todas esas situaciones increíbles que disfrutar con los ojos de un crio. Es más que comprensible mostrarse cínico, pero Matrix también tenía una escena para esto: aquella en la que Cifra se comía encantado aquel filete hecho de mentiras, porque a veces la ignorancia es la felicidad.