Análisis de Xenoblade Chronicles Definitive Edition
Todo lo que baña la luz.
Supongo que la escena les sonará a quienes hayan pasado por caja para regresar a Midgar, para volver a calzarse las botas de Cloud y para revivir un JRPG, otro más, que regresaba este año certificando la endémica aversión al riesgo que sufre la industria en la actualidad. A un lado nuestros protagonistas, un grupete de ecoterroristas en mallas representados con precisión enfermiza, con una reverencia hacia cada tirante, cada flequillo y cada cremallera que para si quisieran la Roma clásica o el París de la revolución; a su alrededor, un puñado de callejuelas que pasan por ser los suburbios del Sector 7, y que pese a serpentear en todas direcciones durante un par de manzanas pronto se topan con una alambrada, un carromato cruzado en mitad del camino o un par de guardias prohibiendo el paso. Y arriba, en el cielo, donde debería estar el sol y la luz, las amenazantes planchas de hierro que soportan el modo de vida de los ciudadanos adinerados.
Es una visión colosal, una metáfora despiadada de la injusticia y la obscenidad industrialista que nos ha hecho tomar las armas, y un juego de espejos que tiene su contrapartida cuando por fin conseguimos llegar ahí arriba. Allí, perdidos en un laberinto de tuberías y generadores que vuelve a impresionar al principio pero también se acaba demasiado pronto, hay otra vista que hace contener la respiración. Sucede debajo, centenares de metros bajo nuestros pies, en la miríada de bulevares y callecitas que se extienden hasta donde alcanza la vista, y en unos suburbios que, ahora sí, parecen no tener fin. Y es entonces cuando lo entiendes. Cuando el decorado se cae, y se hace evidente la trampa: la realidad que transitas es limitada, y el resto es un archivo .jpg. No es Camelot, es una maqueta.
Es natural sentirse un poco estafado, sobre todo teniendo en cuenta que el JRPG es, siempre ha sido, un género que se alimenta de la promesa de descubrir nuevos mundos. ¿De qué sirve ascender a lo más alto de una montaña si el camino no es más que un pasillo que conecta enemigos y cofres? ¿Una fortaleza volante no debería ser algo más que cuatro celdas y un almacén? La respuesta de tantas y tantas sagas es encogerse de hombros, cuidando el atrezzo al máximo para que no se note el engaño y convirtiendo su mundo, su realidad, en una pobre abstracción a vista de pájaro cada vez que ponemos un pie fuera de los límites de una ciudad. Xenoblade Chronicles no es así. En Xenoblade Chronicles Camelot siempre es un castillo.
Así funcionan sus praderas y sus montañas, sus valles y sus promontorios, sus cavernas excavadas en roca viva y esas penínsulas que a veces coronan un lago o flotan inexplicablemente en el cielo: como un puñetazo de realidad que siempre, siempre, siempre podremos alcanzar si nos lo proponemos. El camino suele ser largo, y en el fondo eso es lo más bonito que el original nos pudo ofrecer, y lo que han intentado reproducir todos los que vinieron después. Xenoblade nos propone transitar un mundo, habitarlo con todas las consecuencias, y lo hace además redoblando una apuesta que ya impresionaría de basarse en una sucesión de ambientaciones sin demasiada conexión temática. Porque, de nuevo, al JRPG venimos a maravillarnos, y si aquí hay playas y bosques y ciénagas es porque dos gigantes combatieron hace milenios. Porque Bionis y Merchonis se dieron muerte al unísono, dejando unos restos mortales que son la tierra que pisamos y las montañas por las que escalamos. Por eso Xenoblade Chronicles es un juego especial.
Las implicaciones de un punto de partida así en aspectos como la verticalidad de los escenarios o el inagotable manantial de soluciones estéticas demoledoras que el juego reserva para sus vistas más memorables prefiero dejárselas al lector, y sobre todo a aquellos afortunados que se perdieran el original de Wii y lleguen vírgenes a todo esto. Aun así, creo que es importante hacer una aclaración: que el propio mundo del juego parta de la muerte no implica que sus paisajes también lo estén, porque Xenoblade Chronicles rebosa vida. Es, además, una vida que existe a pesar de nosotros, un ecosistema de bestias fantásticas y pequeños depredadores que no está ahí solo para que le demos gusto a la espada.
Es cierto que muchas de sus zonas, grandes áreas abiertas de dimensiones absolutamente masivas que podrían albergar algunos juegos completos, están concebidas con la progresión del jugador en mente y que una excursión a donde no toca podría matarnos, pero también que esos colosales herbívoros de nivel 80 que beben tranquilamente en el lago solo son una amenaza si caemos en el error de entender a cada criatura como un saco de puntos de experiencia a eliminar por decreto. Cualquiera que haya seguido a una presa hasta su nido para hacerse unas botas nuevas en algún Monster Hunter conocerá esa sensación de culpa y esa amargura que te asalta cuando das muerte a algo hermoso, y es que Xenoblade Chronicles es ese tipo de juego, ese tipo de mundo. Shadow of the Colossus, Death Stranding, Wind Waker. Esa es su liga.
También es la liga de Breath of the Wild, el patrón oro de los mundos abiertos en la máquina de Nintendo y un referente en lo técnico que creo pertinente mencionar aquí, porque toda esta ambición tiene un precio, o más concretamente dos: una resolución de 720p en el modo sobremesa y una aún más comprometida cifra de 540 líneas en configuración portátil, con caídas (poco frecuentes, eso sí) a marcas que bordean el escándalo en ambos casos. Que la nitidez es un problema lo podrá comprobar cualquiera que tenga ojos en la cara, y existiendo precedentes como la aventura de Link la excusa de la escala comienza a hacer aguas rápidamente. Algo ha fallado, está claro, pero más allá de las cifras me gustaría llamar a la tranquilidad: si de algo me han servido decenas de horas de partida, además de para acostumbrarme, es para asegurar que compensa. Que el remozado en lo técnico es por lo demás fabuloso, que se me haría muy difícil volver al original tras disfrutar de estos modelados y estas texturas (y sobre todo de un lavado de cara más que literal en lo referente a la expresión de los personajes), y que el rendimiento es más estable que nunca. Aún así, no debería ser necesario tener que elegir. Es un problema, es relativamente grave, y si lo menciono ahora es porque me costaría mucho encontrarle un pero más grande que este a lo que no deja de ser una remasterización.
Al menos uno tan inapelable, tan de martillazo y que pase el siguiente, porque lo que sí deja esta segunda vuelta a la historia de Shulk y demás familia es la confirmación de algún que otro punto flaco que se ha arrastrado desde el original, aunque como es natural todo esto está abierto a opiniones. Dios me libre de intentar provocar al fandom, pero a mi juicio uno de estos sinsabores recae no en lo argumental en sí, sino precisamente en Shulk y demás familia; en un cast de personajes algo blandito que se limita a cumplir su función, y que pese a hacer esfuerzos incluso mecánicos por resultar entrañable (el sistema de afinidades o las conversaciones desbloqueables en base a este son solo un par de ejemplos) no le aguanta el pulso a una narración más inspirada que quienes la recorren.
Xenoblade Chronicles nos cuenta la historia de una humanidad en las últimas enfrentada a lo desconocido, en este caso una raza de seres robóticos que convierte al juego en una especie de Attack on Titan biomecánico: hay bastiones humanos que sobreviven a duras penas agazapados tras sus fronteras, hay pocos valientes que se atrevan a salir ahí fuera y sobre todo hay engendros que aparecen de pronto cambiando las reglas del juego y echando por tierra todo lo que creíamos conocer. Son ingredientes más que de sobra para construir una intriga que anime a continuar y en este sentido el juego triunfa, pero ni Shulk es Cloud, ni Dunban es Sabin, ni Otharon es el coronel Jade Curtiss. No se puede destacar en absolutamente todo, pero que el personaje más memorable de todo el elenco sea una espada creo que merece un pequeño tirón de orejas.
Pero no es una espada cualquiera. Si Monado, esa reliquia de tono rojizo y diseño abiertamente futurista que cae en las manos de Shulk en los primeros compases del juego marca tan profundamente la narración es porque Monado permite ver el futuro. De nuevo vuelvo a dejar al lector el ejercicio de imaginar las cabriolas argumentales que esto habilita, aunque hay un motivo por el que Monado no es un reloj o una tabla de surf. Fiel a su compromiso de entender cada uno de sus sistemas como parte de un todo, a cada fragmento que conforma su mundo como una pieza de un engranaje coherente (el mismo compromiso que convierte, por ejemplo, cada pieza de equipamiento en una transformación estética visible en los personajes), los poderes de dicha espada determinan desde su base el funcionamiento del combate en sí. Y lo hacen no solo mediante un surtido de poderes y sortilegios que van abriéndose poco a poco, como barreras mágicas o hechizos de aceleración que hora tras hora van respondiendo a lo que el juego decide lanzarnos, sino de manera literal: Monado permite ver el futuro, y eso también implica adelantarse al golpe de gracia de un enemigo.
Es una mecánica bastante compleja, porque para empezar implica conocer como el padre nuestro todo el arsenal de habilidades del grupo para buscar en cuestión de segundos la contra adecuada: el tiempo se congela, averiguamos que el calamar gigante que tenemos enfrente pretende usar un ataque de fuego, y solo resta cambiar el futuro empleando el kanji que toque, o quizá avisando a Reyn de que van a por él para que el noble bruto se busque la vida. Hay más alternativas, por descontado, pero como sistema la manipulación temporal no es más que la punta del iceberg, y solo uno de los motivos que hacen que el combate de Xenoblade Chronicles sea más de lo que parece.
Y lo que parece, claro, es un MMO de la peor especie. Un toma y daca automático trufado de personajes que golpean solos a intervalos más bien regulares y se curan de cuando en cuando, y la pesadilla de cualquier aficionado al JRPG que se respete a sí mismo. Ese será el error que cometerán muchos, los que no estén dispuestos a profundizar hasta donde el juego les pide ni a entregar la barbaridad de horas que requiere un juego que puede robarte un año tranquilamente. Sí, los personajes de Xenoblade Chronicles atacan de manera automática. Y qué. Lo importante no es eso. Lo importante es saber moverse, saber ganarle la espalda al contrario. Saber explotar sus debilidades, entender qué ataques funcionan mejor desde el costado, cuales causan un estado de desprotección que podría enlazarse con un derribo, y poder aprovecharlo después. Lo importante, lo capital, es conocer a los adversarios, es encantar las armas del grupo para que puedan enfrentarse a enemigos mecánicos, es administrar la barra de afinidad para pulírsela en una cadena de posibilidades ilimitadas o reservarla para cuando toque levantar a un amigo del suelo. Y cuando dominemos todo esto, cuando entendamos todos los estados alterados, cuando memoricemos contras, cooldowns y efectos, lo importante será comprender las sinergias (hay auténticas preciosidades) que mantienen con el arsenal de cada uno de nuestros compañeros. Llamadme loco, pero no he echado demasiado de menos tener que pulsar la X.
Vaya por delante que con esto no estoy sugiriendo que estemos ante un sistema perfecto. Y si no lo es, si en ocasiones nos deja vendidos y con un regusto feo en el paladar, es porque esa catedral de la sinergia que mencionaba se ve forzada a convivir con un protagonista único y por lo tanto con una IA que se defiende, pero que no ganará ningún premio. Poder ejecutar cadenas de artes que dejen al contrincante abierto para un derribo sirve de poco si nuestros compañeros se olvidan de culminarlo, y por eso jugando a Xenoblade Chronicles me he acordado muy frecuentemente de Final Fantasy XII. Porque comparte con la obra de Square ciertos códigos, cierta gravedad y mucho de su sentido de la escala, pero también porque, ante la imposibilidad de alternar en caliente el personaje que controlamos, aquí hubiera hecho falta un sistema de gambits como el comer. Nuevamente no se puede hacer todo bien, pero no reconocerle a este juego la creatividad y las ganas me parecería una injusticia tremenda.
Tantas ganas le sobran, tan decidido está a resultar excesivo e incluso intimidante a ratos, que todo esto es solo el principio. Literalmente. Que tras la aventura principal, un mastodonte que rondará las sesenta horas solo si decidimos ignorar la práctica totalidad de lo que el juego ofrece, llega Future Connected, el caramelito con el que esta reedición termina de reivindicarse. Y no hubiera hecho falta, porque como digo y resoluciones aparte la mano de pintura que ha recibido su parte troncal justifica de sobra volver a embarcarse en esto, pero Xenoblade Chronicles nunca ha venido a hacer prisioneros. Por eso se atreve a plantear una expansión que funciona de manera independiente, que se reserva un menú de arranque autónomo y sus propias partidas guardadas, y que me gustaría ver como alguien intenta completar en un crono de solo una cifra. Quizá sea posible, pero volvería a implicar perderse demasiadas cosas.
El problema, claro, es que aquí tratamos con material delicado: Future Connected no es una excursión de domingo, ni un intrascendente rodeo que el juego original se olvidó de contarnos sin que nadie lo echara de menos. No. Future Connected es una continuación explícita, la narración de los acontecimientos que transcurren un año después de dar carpetazo al original, y como entenderá el respetable revelar mucho más que el protagonismo de Shulk se me antoja un spoiler de los peludos. Afortunadamente hay mucho más que contar: Future Connected no se conforma, no viene a contar una nueva historia y ya está, sino que encuentra tiempo para demoler muchos de los pilares mecánicos del juego base y sustituirlos por nuevas ideas, nuevos personajes, nuevos sistemas. El sistema de cadenas desaparece, las conversaciones ligadas a puntos del escenario dan paso a momentos de reflexión, el loot se obtiene de otra manera y debutan los ponspectores, una suerte de coleccionables con patas que nos acompañan durante el combate y dan pie a un nuevo sistema de finishers. ¿El escenario? Inabarcable, espectacular y totalmente nuevo. La duda ofende.
Xenoblade Chronicles es así. Un exceso precioso, un juego abundante y basto que hace difícil entender por qué en ocasiones se empeña en serlo todavía más. Por qué se pierde en secundarias sin fuste, en búsquedas sin sentido y en gymkanas de recolección que alfombran el cuerpo de Bionis con millares de puntitos brillantes para que un aldeano desconocido nos pida cinco de esto o siete de aquello, como en los peores momentos del por otro lado fabuloso Fire Emblem Three Houses. Y como entonces compensa.
Aunque a veces se haga pesado, aunque insista en desdibujar algunos de sus sistemas arrojándonos centenares de gemas potenciadoras con efectos insignificantes en lugar de tres o cuatro bien planteadas. Aunque haya una cantidad absurda de rodilleras. Su filosofía es esa, la del asalto desmedido y sin cuartel al concepto de contenido, aunque el exceso de celo en ocasiones le lleva a fallar. Habrá quien no lo vea así, y quien valore hasta el último de esos rodeos sin demasiado sentido porque doscientas horas son más que cien. En mi caso, sin embargo, me basta con subir a lo alto de una montaña y disfrutar de las vistas. Me basta con saber que mire allá donde mire todo lo que estoy viendo es verdad.