Análisis de Xenoblade Chronicles X
Pozo de ambición.
Recientemente llegaba a mis oídos la historia de la McKamey Manor, una coqueta mansión ubicada en San Diego que ostenta el dudoso honor de ser la casa del terror más extrema del mundo. Según parece, una vez solventadas ciertas formalidades como el pago de una importante cuota de entrada y la firma de unos cuantos documentos legales eximiendo de responsabilidades penales a la organización, la casa ofrece a sus intrépidos huéspedes un recorrido de entre cuatro y siete horas de duración (nadie ha conseguido terminarlo) donde serán sometidos a todo tipo de abusos físicos y psicológicos. Las atracciones incluyen desde insectos a sierras mecánicas reales o simulaciones de ahogamiento, y cada fin de semana un variopinto grupo de arquitectos, profesionales del audiovisual, amas de casa y estudiantes universitarios acuden voluntariamente para ser amordazados, encerrados en una nevera y alimentados a base de huevos podridos, para posteriormente comentar la jugada con sus captores mientras disfrutan de una cerveza y unas galletitas saladas. En estos momentos, la lista de espera supera las 24.000 personas, y los motivos quizá haya que buscarlos en el mismo vacío existencial que impulsaba a Tyler Durden a organizar clubes de boxeo clandestinos cuando no lograba conciliar el sueño. Alienados y adormilados por una sociedad de plástico, hay quien haría cualquier cosa con tal de vivir una experiencia real. Aunque eso implique escupir un par de dientes antes de volver a casa.
Trasladando todo esto al mundo de los videojuegos, quizá sea más fácil entender el auge de esa nueva corriente del diseño que se niega a darse por enterada de que todo eso del desafío y el pasarlas canutas son cosas del pasado. Una corriente encabezada de manera orgullosa por los títulos de From Software, que explotan esa pequeña vena sadomasoquista y castigan de manera constante a un jugador harto de que le lleven de la mano. Xenoblade Chronicles X es un juego obsesionado por pertenecer a ese club. Sin embargo, y a diferencia de los anteriores, su ausencia de compasión no apuesta contra nuestra habilidad, nuestros reflejos o nuestro orgullo como jugadores. Si Xenoblade Chronicles X es un juego implacable, lo es por su órdago contra nuestra paciencia y nuestro tiempo libre.
Y quizá lo sea por tratarse de un JRPG, género ya de por si sospechoso de alargar tramas y estirar chicles sin rubor alguno, pero también de uno al que le cuesta muchísimo disimular sus ganas de ser un MMO. No lo es del todo, porque pese a la inclusión de un componente multijugador sigue siendo una experiencia extremadamente centrada en la historia que se disfruta principalmente en solitario, pero todos los componentes marca de la casa están donde toca: las mareantes listas de ataques especiales y habilidades pasivas, los aún más mareantes listados de bonificadores y alteraciones de estado escritos en letra muy chiquitita, y ante todo el respeto reverencial por esa regla no escrita que dicta que el género debe ir de la mano de un diseño de misiones basado en la reiteración, la aleatoriedad, y la recolección de cientos de elementos irrelevantes. Por algún motivo, la posibilidad de jugar con más gente y el enfrentarse a exactamente doce escarabajos en un punto y a una hora específicas son dos realidades inseparables, y aun hoy nadie ha conseguido explicarme el por qué.
Desde el momento en que ponemos un pie en Mira, que así se llama el mundo en el que la humanidad ha dado con sus huesos tras un frenético éxodo intergaláctico escapando de la aniquilación total, sabemos que la cosa va a ir para largo. En Nueva Los Ángeles, mitad nave a la deriva mitad resort de vacaciones para recién casados, todo el mundo habla extremadamente despacio, y por algún motivo al juego le parece aceptable explicarnos mediante una cinemática de quince minutos los pormenores de todas y cada una de las ocho facciones a las que podemos unirnos para comenzar nuestra labor como miembros de BLADE, el grupo paramilitar encargado de enfrentarse al inhóspito mundo exterior y garantizar la supervivencia de la especie. Así da comienzo una historia de robots de batalla y de adolescentes con armas automáticas, pero también una que nos habla de estar perdido en un territorio desconocido y de las implicaciones que tiene sobrevivir como especie en un medio que no es el nuestro. Argumentalmente tenemos mucho de lo primero, en una historia que mezcla sin complejos la habitual sartenada de conspiraciones interplanetarias, traiciones y personajes que no son lo que parecen (en esta ocasión, de manera literal), y que en consonancia con el resto de apartados no despega realmente hasta un primer punto de giro que se hace esperar su buena treintena de horas. Nada nuevo bajo el sol, aunque por suerte, y como se han encargado de demostrar en el pasado un puñado de incunables del medio, un buen videojuego sabe entender que el guión es tan solo una de las herramientas narrativas a su alcance, y ni siquiera tiene por qué ser la más importante. Y aquí es donde comienzan las buenas noticias.
Porque el argumento en sí bien podría hablarnos de recolectar los ocho cristales del poder, o no contarnos nada en absoluto, y seguiría resultando irrelevante enfrentado a un mundo de semejante magnitud. De la misma manera que sucediera en ese predecesor espiritual con el que Monolith sacara petróleo de la difunta Wii, aquí los protagonistas absolutos vuelven a ser unos entornos ante los que a uno simplemente se le atragantan las palabras. No hablamos solo de un apartado artístico majestuoso, y de unas vistas y unos atardeceres en el desierto que coquetean muy frecuentemente con el síndrome de Stendhal. Hablamos también de ascender por la noche por las raíces de un árbol de hojas fosforescentes para observar desde lo alto una geografía que de alguna manera milagrosa conjuga las islas flotantes con la sensación de que todo está donde debe, de que todo tiene un porqué. Y hablamos, sobre todo, de una fauna cuyo comportamiento cuenta más cosas que cientos de folios sobre invasiones extraterrestres. Al mundo de Mira, a sus animales, a sus lagos, a sus cañones, les da absolutamente igual que estemos allí, y tanto es así que, desafiando todas las convenciones del género, la gran mayoría de sus habitantes ni se inmutarán ante nuestro paso. En Xenoblade, los acostumbrados enemigos de campo son sustituidos por manadas de reptiloides que recorren apresuradamente las praderas, o por herbívoros de nivel 57 que dormitan tranquilamente sin reparar en nuestra presencia. No serán todos, evidentemente, y en nuestras más que habituales excursiones por los cinco continentes que componen el juego tendremos que andarnos con ojo ante los depredadores, pero por norma general seremos nosotros quienes interrumpamos el plácido retozar de la fauna local en cumplimiento de alguna tonta misión de caza, o peor aun, en la búsqueda de unos cochinos puntos de experiencia. El resultado, de un potencial narrativo difícil de cuantificar, recuerda poderosamente a Shadow of the Colossus, juego con el que también comparte las majestuosas bestias de centenares de metros que beben plácidamente del lago y la necesidad de eliminarlas por exigencias del guión: la culpabilidad, y la sensación de que quizá aquí los que sobramos somos nosotros.
Y es una sensación que vamos a experimentar muchas veces, porque el juego gusta de intercalar las secundarias dignas de tal nombre con los absurdos safaris de relleno, y porque tanto en estos como en las misiones principales el combate se da con una frecuencia incluso agobiante. Por suerte, la manera de llevarlo a la práctica es estelar, y en una industria acostumbrada a airadas columnas de opinión acerca del botón con el que arrojar las granadas, el JRPG vuelve a reivindicarse como oasis del diseño inventando un nuevo set de mecánicas para cada encarnación del combate. En este caso gran parte del trabajo estaba hecho, pero Xenoblade Chronicles X sabe recoger todo lo bueno del sistema de la anterior entrega y llevarlo un paso más allá, en unos combates en los que vuelve a costar entrar pero que una vez dominados combinan como pocos la estrategia y la sensación de urgencia y acción directa. La base vuelve a ser el posicionamiento, la alternancia entre las armas a distancia y el ataque cuerpo a cuerpo, y la activación en el momento indicado de las artes asociadas a cada una de las diferentes ramas. Durante el desarrollo de cada batalla, y dependiendo de un medidor de moral que rellenaremos con la correcta ejecución de nuestras propias arengas, nuestros compañeros nos lanzarán con mayor o menor frecuencia lo que el juego conoce como Voces del Alma, peticiones de auxilio o gritos de ánimo que de ser respondidos con el arte correspondiente ralentizarán el tiempo y otorgarán bonificaciones a nuestros ataques. Además, la correcta respuesta a estas voces será nuestra manera principal de recuperar salud, prescindiendo del clásico rol de healer y permitiéndonos configurar el grupo con mayor libertad.
Una vez dominadas las bases del combate a pie (y creedme, vais a tener tiempo más que de sobra), tocará reaprender gran parte de lo que ya dábamos por sentado ante la irrupción de los Skells, los gigantescos mechas de combate que a priori suponían uno de los principales ganchos del juego y que de manera incomprensible retrasan su aparición hasta un punto de la historia que no desvelaremos aquí pero que en mi caso superó holgadamente la marca de las cuarenta horas. Es una decisión chocante, que en palabras del propio Takahasi responde a la intención del estudio de hacer experimentar al jugador las dificultades de pelearse a pie contra fauna y accidentes geográficos antes de liberar ese peso de sus hombros. Como decíamos al principio, supongo que la filosofía es que la letra con sangre entra, y en este caso es prácticamente literal, porque dejando de lado lo tardío de su aparición, la cadena de misiones secundarias requerida para hacerse con una licencia de piloto probablemente sea una de las cosas más intolerables que me ha obligado a hacer un videojuego. El premio a tanto sacrificio es un elemento que abre un mundo nuevo de posibilidades en el combate y facilita enormemente la exploración pero que a cambio trae de la mano un par de nuevos dolores de cabeza, como el asunto del combustible y la posibilidad de tener que pagar de nuestro bolsillo las reparaciones en caso de fallar el QTE de evacuación. Supongo que en un juego tan empeñado en hacerte trabajar, un minijuego basado en engañar al seguro tiene todo el sentido del mundo.
Y hablo de hacerte trabajar de manera prácticamente literal, porque si bien no es su único error de diseño en lo tocante a su gestión del tiempo de juego, el sistema de prerrequisitos con el que Monolith ha decidido levantar un muro alrededor de cada uno de los capítulos de su historia principal bien podría ser el talón de Aquiles de un juego con potencial para mucho más. Así, el flujo de la historia y nuestras ansias de progresar se ven limitadas una y otra vez por requerimientos absurdos que nos obligan no solo a completar determinadas misiones secundarias, cosa que podría tener su lógica, sino a explorar determinados porcentajes de territorio de cada uno de los continentes. De esta manera, a golpe de viaje rápido y haciendo uso de una pantalla del gamepad que divide el terreno en celdas hexagonales a desbloquear, nos veremos obligados a peinar cada palmo de terreno buscando subir un porcentaje que no asciende con la simple visita de nuevas localizaciones, sino con la búsqueda de elementos ocultos como restos arqueológicos o emplazamientos de sondas. A nadie le entraría en la cabeza que un Assassin's Creed obligara a encontrar 25 plumas antes de cada capítulo, y sin embargo es lo que nos encontramos aquí. Un juego tan preocupado de que disfrutemos de sus apabullantes escenarios que decide obligarnos a hacerlo a punta de pistola, y que acaba recordando a esa pareja de novios que se empeña en enseñarte las cuatrocientas fotos de su luna de miel en Cancún. Y es una verdadera lástima, porque el mundo de Mira no lo necesita en absoluto.
Puede que esa sea la palabra que mejor resuma la propuesta de Xenoblade Chronicles X: obligación. Es un juego de imposiciones, de requisitos, un mundo abierto y libre al que sin embargo le horroriza dejar libertad para decidir. Pero también es un juego hermoso, sobrado de ese tipo de belleza que a uno le provoca cierta melancolía. En mis viajes por Mira he pasado constantemente del amor al odio, enfadándome terriblemente para minutos después olvidarme de todo y sonreír con esa sonrisa tonta que ponen los niños cuando disfrutan de verdad. Y por eso no puedo dejar de recomendarlo, porque al igual que sucede en las cordilleras de Oblivia, tras una montaña de malas decisiones se esconde una experiencia que todo el mundo debería poder contemplar.