Análisis de Yomawari: Night Alone
Los ojos de la calle.
Más allá de su faceta biológica, el miedo tiene una condición cultural; aquello que provoca temor varía entre lugares y épocas. Una misma idea, el zombi, representa en distintos momentos y contextos el miedo a la pérdida de la voluntad o la esclavitud, el miedo a una masa desinformada con la que es imposible razonar o el miedo a una epidemia que trastoque nuestro mundo. Resulta interesante sumergirse en las obras de terror de otros países para tratar de entender el temor tangible que hay detrás de sus monstruos; el juego que nos ocupa nos permite realizar ese ejercicio con el país del sol naciente.
Yomawari: Night Alone comienza con una escena cotidiana, una niña sacando a pasear a su perro Poro. Cuando un coche atropella al perro y éste escapa ensangrentado, ella vuelve a casa llorando trayendo consigo solo la correa. Su hermana decide salir a buscar a Poro, pero cuando pasa un rato y no vuelve, la niña decide salir a buscar a los dos. Al salir de casa se da cuenta de que el pueblo está ahora repleto de espíritus y de que la única herramienta de la que dispone es una simple linterna.
El juego nos lanza a explorar un pueblo rural de Japón bajo una perspectiva axonométrica, con una cámara que se aleja para que nos sintamos diminutos frente a la gran escala del pueblo. Este escenario es un protagonista más de la historia. Cada uno de los capítulos en los que se divide el juego se ambienta en un lugar común de una aldea nipona: los campos de arroz, las montañas, la fábrica, el templo sintoísta... En estos lugares hay un enemigo especialmente poderoso que nos pone las cosas difíciles y que nos cuenta historias de la ciudad, desde un desgraciado accidente en la piscina del colegio hasta la lenta muerte del tejido comercial del centro. Cada escenario se supera resolviendo algún puzzle que suele recurrir a la idea de devolverle la paz a un espíritu que se ha dejado algún asunto sin resolver, aunque también tendremos que hacer frente a auténticas bestias que nos perseguirán incansablemente.
Lo poco que podemos ver de los monstruos y espíritus nos deja adentrarnos un poco en los terrores que acechan a los japoneses gracias a su amplio bestiario. Los clásicos fantasmas de largo pelo negro y vestido blanco vienen acompañados de espíritus de pura oscuridad, de monstruos con la cabeza abierta y ensangrentada, de bebés gigantes, de animales con rasgos antropomórficos. Ojos. Muchos, muchos ojos. Ojos y dientes. Los que conozcáis la obra del dibujante Junji Ito podréis encontrar aquí gran parte de su imaginería, quitando toda la carga erótica.
La protagonista no puede combatir contra ellos, así que solo tenemos dos vías de enfrentamiento con los espíritus: o andamos de puntillas para que no nos escuchen o salimos corriendo para darles esquinazo. En la mayoría de ocasiones recurriremos a la segunda opción; hay unos pocos monstruos que solo reaccionan si corremos cerca de ellos, pero en la mayoría de casos serán capaces de distinguirnos con la vista y nos perseguirán de inmediato. En cualquier caso hay que tener cuidado, porque tenemos una barra de resistencia para correr que dura mucho menos cuando estamos cerca de un monstruo. Incluso si somos cuidadosos, moriremos a menudo. Aparecerán monstruos demasiado rápidos, nos emboscará un gran espíritu o simplemente no veremos que se nos acerca alguien por el rabillo del ojo. Quizá se muere incluso demasiado. En los juegos de terror existe una delgada línea que separa nuestra visión de los monstruos como algo que tememos y la de verlos como una pesadez. Es una línea que se suele cruzar cuando hay que repetir demasiado una zona, y en este sentido Yomawari peca a veces de ser un poco obtuso y no dejarnos ver la manera correcta de avanzar. Lo que se traduce en decenas de muertes, y en cruzar esa línea algo más de lo que debe.
Los puntos de guardado rápido no abundan y además tenemos que pagar por ellos con monedas que vamos encontrando por el suelo, pero por suerte el pueblo está plagado de ellas a poco que busquemos por los escenarios. Además, las muertes castigan poco, ya que conservamos todos los objetos que hayamos cogido, las puertas que hemos abierto y las situaciones que hemos resuelto. Nos quedamos incluso los coleccionables, en su mayoría mensajes crípticos u objetos que se dejó alguien antes de morir.
La luz es el único método con el cual podemos ver a la mayoría de estos espíritus, así que más allá del rango de nuestra pequeña linterna solo podemos anticiparlos gracias a las farolas. Podemos detectarlos también por la forma en que se dispara la pulsación de la protagonista cuando está cerca de ellos, que se entremezcla con un sonido de estática similar al de la radio de los Silent Hill. Este sonido es uno de los elementos más prominentes del juego; nos acompaña casi en todo momento y no nos deja respirar en cuanto entramos en la zona principal de un capítulo. Es un sonido que atenaza, que provoca que nos encojamos en el asiento involuntariamente y que mantiene la tensión hasta que por fin superamos un capítulo y podemos disfrutar de un par de minutos de descanso.
Siendo un juego con una vista tan alejada del personaje y de los monstruos, el apartado sonoro es el que tiene que estimular nuestra imaginación, y siempre lo logra con creces. El paisaje sonoro se compone de rugidos guturales, arañazos o metal chocando contra el asfalto, pero sin duda el sonido que se lleva la palma es el que acompaña a nuestra muerte: un ruido de sangre salpicando que más de una vez hará que miremos a ver si ha salido algo de la pantalla. Es perturbador comprobar hasta qué punto encajan a la perfección todos estos elementos a la hora de generar una atmósfera incómoda y angustiosa.
Yomawari: Night Alone arma un juego de terror escalofriante alimentando su sencilla premisa con una atmósfera elaborada. El aterrador paisaje sonoro lo envuelve todo, estimulando nuestra imaginación incluso después de apagar la consola. Solo flaquea en las ocasiones en que no es capaz de transmitirnos hacia dónde debemos ir o qué debemos hacer y nos lanza a más muerte de las deseables. Un precio muy pequeño por abrir una ventana al imaginario del terror japonés.