Análisis de Yoshi's Woolly World
El ovillo mecánico.
Sin lugar a dudas, uno de los momentos que más corazones robaron durante el evento digital con el que Nintendo encabezaba su discreto paso por el E3 de este año fue la lección magistral sobre diseño de videojuegos protagonizada por Shigeru Miyamoto. Con Takashi Tezuka (codirector general y cabeza visible de Nintendo EAD, ahí es nada) ejerciendo el papel de fiel escudero y armado con unos cuantos bocetos y otras tantas láminas de papel cebolla, el genio japonés resumía de manera sublime treinta años de una forma de entender y diseñar videojuegos en la primera pantalla de Super Mario Bros, y en cómo la disposición de los bloques ayudaba al jugador a entender la diferencia entre un Goomba y un Champiñón. Un ejercicio de diseño puro, sutil, de una elegancia que hoy en día parece marciana y que puede que perdiéramos en el camino a unas tres dimensiones que relegaron al otrora rey de reyes, el plataformas 2D, al papel de género de nicho.
Todo esto sucedía a lo largo de la presentación de un Super Mario Maker que basa su actual condición de punta de lanza del catálogo de la compañía en apelar sin tapujos al pasado y a la nostalgia, y que probablemente eclipsara otro de los puntos álgidos del evento, este Yoshi's Wooly World. Y es importante detenernos en esto, porque más allá de las evidentes diferencias en su concepción básica y de un apartado artístico que irremediablemente acaparará todos los titulares, quizá sea este Yoshi el título que hoy, en 2015, represente de mejor manera ese paradigma que pone al diseño por delante de absolutamente todo lo demás.
Que Yoshi's Wooly World es un juego bonito es más que evidente. Lo es a rabiar, y además es plenamente consciente de ello, aprovechando cada uno de sus 48 niveles para retorcer un poco más su mundo de ovillos y agujas de calceta con la suficiencia de quien empieza a escuchar los aplausos antes de terminar la función. Es una explosión de creatividad de primera magnitud, con bufandas de lava y oleajes resueltos con un par de hebras de hilo que acaba resultando en un juego con el que apetece acurrucarse para ver una peli en lugar de salir. Esto es algo que se aprecia con un par de capturas, y quizá ahí radique su peligro, porque en cierto modo este apartado artístico es el mayor enemigo de un juego que en absoluto reserva la creatividad para su experiencia visual. Esa es la gran victoria de Yoshi's Wooly World: que funcionaría igual de contundentemente con cuatro cubos pintados de blanco.
Yoshi's Woolly World es un juego que puede sentarse a la mesa de sus hermanos mayores sin tener que bajar la mirada. Pero también es, desgraciadamente, un título que muchos jugadores se perderán ahuyentados por un sentido de la estética que hay quien se empeña en calificar de infantil.
De ahí que sea algo más que una cara bonita. En la mejor tradición de los clásicos de Nintendo, Good-Feel acomete el diseño de cada nuevo nivel preguntándose por qué reutilizar una idea perfectamente válida cuando puede inventar otra mejor. Así, el jugador termina presenciando un carrusel de mecánicas que se van presentando y desechando con la misma velocidad, para regresar varios mundos más tarde de la mano de otras nuevas que vuelven a dar un giro a lo que creíamos haber aprendido. Una demostración de poderío creativo que además sabe apoyarse en el mencionado apartado visual para sacar partido de ese mundo de materiales tangibles y familiares mas allá del mero gimmick estético. Volviendo a Miyamoto, una plataforma de velcro no necesita ningún tutorial, y todos sabemos como funciona una cortina o una bola de nieve empujada por una pendiente. En este sentido resulta revelador el hecho de titular los niveles (de manera similar a lo que podría ser un Mario Galaxy) mas allá del escueto "3-7", y volviendo a hacer gala de la exquisita labor de localización a la que nos tiene acostumbrados Nintendo en conceptos como "huele a chamusquina". Un nivel, una idea.
Llegados a este punto, podría dar la impresión de que el juego se limita a reproducir con mayor o menor inspiración la hoja de ruta marcada por los Mario tradicionales. Es evidente que la influencia está ahí, pero por fortuna Wooly World sabe desmarcarse lo suficiente de ciertos preceptos básicos para adquirir una personalidad propia, y quizá el más destacable sea el tratamiento del tiempo. A diferencia de las entregas bidimensionales de la saga del fontanero, aquí no hay ningún contador que nos apremie a completar el nivel en un plazo determinado, un detalle en apariencia sutil que sin embargo acaba resultando determinante en la jugabilidad y que tiene mucho que ver con el diseño de los niveles o su manera de entender la curva de dificultad. Esta carencia de un tiempo límite, así como la presencia de un generoso medidor de salud o la consabida habilidad de Yoshi de remontar un salto medido a destiempo podrían parecer concesiones de cara a los jugadores menos hábiles, pero acaban resultando en una jugabilidad más pausada, más cerebral, que incide más en la exploración y la búsqueda de secretos que en el mero desafío de habilidad. Hay otra saga de Nintendo que mide la salud en forma de corazones, quizá no se trate de una casualidad.
Se ha escrito mucho en este sentido, en el del desafío, o más concretamente en la temida falta de este, probablemente a raíz de un precedente como Kirby's Epic Yarn y de un aspecto gráfico que como decíamos antes parece más dispuesto a arroparte y traerte un tazón de chocolate que a hacerte sudar de verdad. Podemos adelantar desde ya que los temores son infundados, aunque la verdadera respuesta es, por fortuna, la mejor de las posibles: Yoshi's Wooly World es tan difícil como uno quiera que sea. Superar cada uno de los niveles es, al principio, una tarea prácticamente trivial, pensada para asimilar los controles y disfrutar del paseo, y rápidamente adquiere peso específico para suponer un reto digno de mención pero en todo momento asumible.
Sin embargo, localizar y recolectar los ítems necesarios para completarlos como es debido es otro cantar. Cada nuevo recorrido encierra un total de diez de estos objetos, en la forma de margaritas y pequeñas madejas de hilo, que utilizaremos para desbloquear zonas extra o nuevo diseños para Yoshi, y que por norma general estarán endiabladamente escondidos en zonas de acceso más difícil aún. La mayor parte de las veces, intentar hacerse con ellos supone jugarse el tipo y perder todo lo recolectado desde el último chekpoint o incluso volver a iniciar el nivel de vacío, con lo que terminan por trascender su condición de meros coleccionables para suponer una punzada en nuestro orgullo como jugador, y como es evidente obran milagros en la rejugabilidad, porque todos sabemos que Mario Galaxy no terminaba realmente hasta conseguir la estrella 121.
Si a todo este tour de force que supone la experiencia para un jugador le añadimos la tradicional aproximación al multi de los plataformas de Nintendo, a medio camino entre el cooperativo y el concurso de puñaladas por la espalda, lo que nos queda sobre la mesa es un juego que si bien no revoluciona nada, supone uno de los ejercicios de diseño tradicional más memorables de los últimos tiempos, y sin duda uno de los mejores que vamos a ver este año. Un juego que puede sentarse a la mesa de sus hermanos mayores sin tener que bajar la mirada. Y desgraciadamente, un juego que muchos jugadores se perderán, ahuyentados, como también es tradición en Nintendo, por un sentido de la estética que hay quien se empeña en calificar de infantil. Y es que, como escribió C.S. Lewis, "mostrar preocupación por parecer adulto, admirar lo adulto solo por el hecho de serlo, sonrojarse ante la sospecha de resultar infantil; esas son las marcas de la infancia y la adolescencia".