Duke Nukem Forever
"Resulta que los cerdos sí pueden volar" - Duke Nukem, 2011.
Si tienes menos de veinticinco años, deja de leer este análisis, pasa a otra cosa y olvídate de Duke Nukem Forever. En serio, ni te molestes: es muy poco probable que entiendas su escatológico humor, la actitud macarra de su protagonista o sus innumerables referencias a los videojuegos y el cine de acción de los 80 y principios de los 90. Con casi total seguridad no le vas a ver la gracia y no vas a apreciar nada bueno en lo anticuado de su planteamiento jugable, mucho más cercano al vetusto Doom que al pirotécnico Modern Warfare. Es como intentar ver hoy El Exorcista por primera vez; sencillamente no lo vas a pillar. No puedes.
Pero si, por el contrario, rondas ya la treintena, seguramente eres consciente de que el hecho de tener en tus manos una copia de Duke Nukem Forever es casi un hito en si mismo, algo poco menos que milagroso. Todos conocemos su historia: un juego que empezó a gestarse en 1997, cuyo desarrollo se prolongó durante cerca de catorce años y que no solo acabó siendo el hazmerreír de la industria (ganando como vaporware todos los premios habidos y por haber), sino también un pozo negro de dinero que se llevó por delante a uno de los estudios dedicados al PC más importantes de los 90, 3D Realms. DNF es, para qué negarlo, poco menos que una leyenda; una que cuando todos la dábamos por muerta y enterrada, resucitó de la mano de Gearbox y Tryptich Games, un grupo formado por nueve tozudos miembros del equipo original. Y ahora, aunque parezca increíble, llega a las tiendas. En serio.
Pero los años no pasan en balde, y a Duke Nukem Forever le pesan todos y cada uno de los que lleva encima. Te lo van a intentar vender como un homenaje a la jugabilidad de antaño, pero lo cierto es que en realidad es un juego del año 98 vestido con adornos gráficos de 2005. No es un juego propio de esta generación, por más que se enfade Randy Pitchford, el CEO de Gearbox, cuando se le lleva la contraria: es añejo en su propia concepción, y no solo se nota desfasado a nivel técnico, sino también en cuanto a su planteamiento jugable. Realmente cuanto más lo juegas más crees estar ante un remake en alta definición (tipo Perfect Dark HD o el Sonic Adventure HD) de una vieja gloria que ante un producto verdaderamente nuevo.
Pero eso, en contra de lo que podría parecer, acaba por convertirse en una de sus principales armas: ese estancamiento en el pasado es lo que hace que sea totalmente diferente al resto de shooters publicados en esta generación. En los últimos tiempos los FPS han optado por la acción más cinemática, por la evolución de la narrativa y por la simplificación del género. Duke Nukem Forever hace justamente lo contrario: deja la historia totalmente de lado explicándola, además, de forma torpe, olvida la influencia del cine para presentar tiroteos toscos en los que la habilidad del jugador es lo único importante y plantea una mecánica más variada, dando un mayor énfasis a las plataformas, los puzzles y la exploración del escenario. No lo hace de forma voluntaria (más bien es víctima de la herencia de su propia gestación), pero Duke Nukem Forever te transporta con relativo éxito a una época en la cual los FPS eran algo totalmente diferente, a pesar de sus numerosos guiños a videojuegos (Dead Space, Borderlands) y películas (Inception, 300) más actuales o a situaciones de sobra conocidas por todos (como el escándalo de Christian Bale en el set de rodaje de Terminator Salvation con un técnico de iluminación).
Un ejercicio de nostalgia que, la verdad, hubiese fracasado estrepitosamente de no ir acompañado por el arrollador carisma de su protagonista. Duke Nukem es un sexista héroe de otra época que representa una exagerada caricatura de algo que hace años que habíamos olvidado (el prototipo macho invencible encarnado por Stallone en Rambo III o por Schwarzenegger en Commando), un hipertrófico bocazas que va escupiendo chascarrillos y frases ingeniosas cada pocos segundos, como si fuese un John McClane todavía más chulo y autosuficiente. Muchas, en realidad, están tomadas de películas míticas de serie B (las más emblemáticas son de cintas como El Ejército de las Tinieblas o la estupenda Están Vivos de John Carpenter), aunque eso no importa: encajan como un guante con el desarrollo de la acción y lo que ocurre en la pantalla. Choca, eso sí, el doblaje al castellano: se le notan las ganas, pero la voz original de Jon St. John es insustituible. Si podéis, jugadlo preferiblemente en versión original.
Pero pese a que no pierde la oportunidad de mofarse de sagas como Halo ("las armaduras son para mariquitas", exclama al ver la del Jefe Maestro en la parte trasera de un furgón), Duke Nukem Forever tampoco le hace ascos a tomar prestado de ellas algunos de los elementos propios del shooter moderno. En concreto hay dos decisiones que levantarán polvareda entre los fans de Duke 3D: solo pueden llevarse dos armas de fuego al mismo tiempo (a pesar de que Duke alardea de poder "levantar 600 kilos de pesas") y la barra de vida se regenera con el paso del tiempo, en vez de depender de botiquines y medikits.
En realidad, no es una barra de vida propiamente dicha, sino un medidor de ego que da pie a una de las ideas más locas y originales de DNF. Aprovechando el elevado grado de interactividad de los escenarios (podemos tocar y juguetear con casi todos los objetos presentes en ellos), hay una serie de acciones (que van desde lo chulesco a la conducta puramente reprobable) que al ser realizadas amplian nuestra barra de ego de forma permanente.
Admirarse a uno mismo ante un espejo es de las más obvias e inocentes, mientras que hacer un millón de puntos en una máquina de pinball o ganar una partida de air-hockey tiene mayor recompensa. Una de las gracias de DNF es descubrir todos los potenciadores de ego disponibles, y mientras que algunos os harán reír de lo lindo, otros os dejarán pensando "no, no puede ser que se hayan atrevido a hacer eso" (como el glory hole en el club de striptease o la salvajada de pésimo gusto que haces con el cuerpo sin vida del último enemigo final).
Pero también presenta otros vicios actuales que no le favorecen tanto. El más negativo, probablemente, es la linealidad de sus niveles; tampoco es que Duke 3D fuese un mundo abierto propiamente dicho, pero sí que sus mapeados eran más grandes y laberínticos, mientras que aquí la experiencia está mucho más guiada entre los puntos A y B. Se pierden, además, detalles que fomentaban la exploración, como las míticas llaves de colores. Esa sensación de pastiche de ideas y trabajo acumulado durante más de una década es algo de lo que Forever no puede escapar en ningún momento. Sorprende, por ejemplo, salir de un nivel más o menos trabajado para encontrarte con otro que claramente (y no solo por lo modesto de su aspecto visual) se diseñó hace por lo menos un par de lustros. DNF, realmente, da la sensación de ser un corta y pega de diferentes estados de desarrollo con una coherencia más que discutible y unas pantallas de carga demasiado largas y frecuentes.