Las falacias del videojuego
Tercera falacia, o cómo se ligaba en los noventa.
Tal como comenté en entregas anteriores, bajo este rimbombante título se esconde un intento personal de desmontar una serie de afirmaciones que normalmente son aceptadas como verdad universal e incuestionable, pero que, bajo mi punto de vista, no son ciertas o, al menos, requieren ser matizadas. Con ello no pretendo sentar cátedra ni mucho menos, sino simplemente expresar mi opinión, invitar a que los demás hagan lo propio con la suya y, sobre todo, ganarme unas cuantas cabezas de pescado.
Y tras esta modesta entradilla que es mitad introducción, mitad recordatorio a los lectores más despistados, vayamos sin más con la tercera falacia:
El precio de un videojuego influye en la valoración que se haga del mismo
Hablando en términos muy generales, es posible afirmar que el precio de cualquier producto puede ser indicativo de su calidad. Una televisión valorada en dos mil euros, por ejemplo, probablemente sea mejor que otra que sólo cuesta la mitad. Pero esto no tiene por qué ser siempre así, sobre todo cuando se trata de bienes que poseen algún tipo de valor artístico o cultural, ya no digamos sentimental.
En el ámbito de los sentimientos la cuestión está meridianamente clara y, si me permiten, se lo mostraré a ustedes con una breve anécdota al respecto. Con ello no sólo pretendo ilustrarles acerca de la diferencia que, a mi entender, existe entre valor y precio, sino también alargar artificialmente el artículo, ya que Jony nos paga a razón de cabeza de pescado por número de palabras. Esto es algo que ha de quedar entre ustedes y yo. No, no se preocupen por Jony. Él nunca leerá este artículo, ya que me consta que se encuentra muy ocupado jugando a Just Dance 3. Yo ya me lo he pasado dos veces, en normal y reina del pop. De hecho este artículo lo escribo postrado en la cama de uno de los magníficos hospitales con que cuenta nuestro aún universal sistema sanitario.
Volviendo a la anécdota en cuestión les contaré que mi primera relación seria con una chica tuvo lugar a la tierna edad de 17 años. Tengan en cuenta que a esas edades la seriedad consiste básicamente en un par de meses, la posibilidad de acariciar escote sin regresar a casa con un ojo morado y poco más; l menos en mis tiempos. A finales de los ochenta, uno todavía no salía a beber, sino a ejercer el difícil y sufrido arte del cortejo. Siempre fui más de bares que de discotecas, pero cuando las hormonas aprietan, y a los diecisiete años lo hacen con fuerza, no quedaba más remedio que dejar aparcados a los Iron Maiden y soportar a Modern Talking a todo volumen, entre hombreras, botines y luces de colores. Así, los viernes por la tarde solíamos frecuentar Quinta Avenida, una discoteca ubicada en la Calle Orense de Madrid.
El motivo era que, y no se me rían ustedes, en aquella época aún ponían lentas en las discotecas. Una bonita y entrañable costumbre, esta del baile agarrado, que por desgracia ha perdido vigencia con el paso del tiempo hasta quedar relegada a circuitos selectos y minoritarios: los pasodobles en la verbena del pueblo. El caso es que en Quinta Avenida la cosa funcionaba del siguiente modo: el pinchadiscos, siempre atento a los pequeños detalles y presto para echar un cable en cuestiones amorosas, reducía la iluminación del local un par de canciones antes de que diera comienzo la música lenta. Esa era la señal que levantaba la veda y uno, al verla, comenzaba a merodear por los diversos rincones del garito en busca de una lozana muchacha a quién abrir su corazón. En una de aquellas ocasiones no encontré a una sola chica dispuesta a bailar conmigo. Todas ellas parecían haberse puesto de acuerdo en darme calabazas. Por otro lado, a mis amigos la cosa les había funcionado mejor y cada uno de ellos ya se encontraba en la pista contoneándose y felizmente abrazado a una mujer.
Cuando estaba a punto de mandarlo todo a tomar por saco e irme a casa, reparé en un grupo de chavalas a las que sorprendentemente aún no había entrado. Probablemente acababan de llegar y, por tanto, no habían sido testigos de mi humillante derrota, por lo que decidí acercarme a ellas y dirigirme a la que me agradaba más:
-¿Bailas?
-Bueno.
Sobre el papel la respuesta parece cojonuda, pero les aseguro a ustedes que el tono de indiferencia empleado resultó de lo más insultante y daba a entender bien a las claras que aceptaba mi proposición porque en esos momentos la vida no le ofrecía nada mejor que hacer. Puesto que yo tampoco tenía nada mejor que hacer, opté por ignorar su prepotencia y ambos nos dirigimos a la pista de baile. Bailar una canción con una chica significaba que disponías aproximadamente de cinco minutos para tratar de entablar con ella una conversación que te condujera al éxito: "¿Cómo te llamas?" "¿vienes mucho por aquí?, pues nunca te había visto" "¿a qué te dedicas?", etc. Tras la charla de rigor era aconsejable cerrar el pico y estrechar aún más los brazos alrededor de su cintura para comprobar si ella correspondía a ese acercamiento. Si era así entonces la cosa iba por buen camino, pero cuando finalizaba la canción y comenzaba otra nueva llegaba el momento de la pregunta del millón:
-¿Bailamos otra?
-Bueno.
Pese a su tono de apatía y desinterés, la aceptación de un segundo baile sólo podía significar una cosa: allí había tema, por lo que decidí ir poco más lejos e hice descender lentamente una de mis manos hacia una de sus nalgas. Ella no dijo ni mu, pero agarró mi mano con determinación y la restituyó al lugar que le correspondía y que un instante antes había abandonado con alegría: su cintura. Ante tal contratiempo decidí mantener la calma y no emprender más excursiones a lo largo de su anatomía, aguantando las manos bien quietas hasta que finalizó la canción.
-¿Te apetece tomar algo?
-Bueno.
Tampoco le hubiera pedido que me respondiera que en ese momento era lo que más deseaba en este mundo, pero vamos, es que ni que le estuviera ofreciendo un chicle. El caso es que ambos acabamos en la barra. No recuerdo qué es lo que tomamos, pero sí que ella se llamaba Encarna y que aquella tarde comenzamos a salir. Nuestra relación fue breve y no funcionó demasiado bien. No me malinterpreten. Encarna y yo lo pasábamos genial y nos reíamos mucho. Su frialdad inicial parecía más bien fruto de la cautela y una vez roto el hielo resultó ser una chica muy divertida y con un extraordinario sentido del humor. Pero había un pequeño detalle que se interponía entre nosotros y que, a la postre, sería el desencadenante de nuestra ruptura: mi afición por las recreativas.