Prince of Persia: Las Arenas Olvidadas
Tormenta de arena y poco carisma.
La decisión no puede ser más equivocada porque acaba, como diría la sabia, liándola parda. Empiezan a salir esqueletos armados y demonios de cuatro metros hasta de detrás de las esquinas, y hasta que no juntemos el sello que los mantenía atrapados no pararán de convertir en arena a todo aquél que se cruce en su camino. Una mitad de este sello lo tenemos nosotros y, la otra, el genio de nuestro hermano. Durante todo el juego intentaremos encontrarnos con él.
A esa base de saltar y escalar que nos es tan familiar y que está tan de moda —Uncharted, Assassin’s Creed, el propio Prince of Persia, y que parece la evolución del género de plataformas clásico— se le unen unos cuantos centros jugables más.
Hay, por ejemplo, muchos puzzles. Y están bien pensados, la mayoría, aunque siempre están relacionados con girar palancas. Y las palancas están bien, pero quizás no tanto como para tomarlas para desayunar, comer y cenar. También se podría entender como puzzle el averiguar cómo ir de un sitio a otro, pero la cámara se suele pasar de lista y nos indica el camino que hay que seguir, facilitándolo todo bastante. Menos al final, que el juego se vuelve más que retante.
A medida que avanzamos adquirimos habilidades. Una, por ejemplo, nos deja solidificar el agua durante un tiempo para poder brincar de chorro en chorro. Otra nos deja retroceder en el tiempo por si hacemos algo mal o vamos a morir. Otra sirve para reconstruir partes destruidas del escenario. Y hay más. Lo que al principio es simple y fácil al final se torna una combinación de todo lo aprendido y si no sois muy hábiles con el mando os hará sudar tinta; los más acostumbrados lo agradecerán. Para que os hagáis una idea de lo que podéis encontrar: hay que saltar a un chorro de agua, impulsarse y volver a saltar, pero volviéndolo a convertir en líquido para pasar por una catarata. Luego hay que, en el aire, reconstruir la pared de enfrente para apoyarnos en ella y, con otro salto, volver hacia atrás, volver a solidificar la catarata y, finalmente, con un movimiento ninja, llegar a un saliente. Está bien pensado.
El problema es que siempre es lo mismo. O eres un fan absoluto de esta mecánica o acabarás hasta agobiado. Los escenarios son muy, muy poco variados —el castillo— y al fin y al cabo los saltitos, por más que vayan haciéndose algo más difíciles, también. Una, y otra, y otra vez. Ocho horas haciendo lo mismo. Y si la historia acompañase, todavía, pero es facilona y está narrada con cinemáticas que rompen el ritmo y que se hacen pesadas.