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Red Dead Redemption

Vaquero melancólico.

Me gusta pensar que Red Dead Redemption no nos habla del fin de una era, sino del comienzo de otra. En qué sentido lo digo es algo que deberéis descubrir por vosotros mismos. Estad tranquilos porque voy a ser muy estricto en no desvelar ni una pizca de la historia, pero ya os aviso que si venís esperando el clásico western vais a ir servidos. La última obra maestra de Rockstar San Diego consigue sorprender hasta al más curtido de los vaqueros de videoclub y aunque sí que bebe de mucho material clásico del género, también logra llevar esas leyendas del salvaje Oeste al propio terreno de los videojuegos para convertirlas en algo nunca visto.

La cultura popular nos ha enseñado eso de que quien mucho abarca poco aprieta, pero como siempre hay excepciones y RDR es una de ellas. Más allá de su historia, sus escenas de acción o incluso de sus personajes, aquello que hace grande a este juego es precisamente el mundo gigantesco en el que se desarrolla. Es exactamente lo mismo que pasaba con la Liberty City de GTA y que está íntimamente relacionado con uno de los mecanismos básicos de este medio, la inmersión.

Cabalgar por las llanuras inabarcables que conforman las tres grandes áreas del escenario de RDR, ya sea porque tenemos un objetivo concreto o porque simplemente pasamos por allí, es la principal esencia del juego. Los trayectos de un lugar a otra son constantes, pero precisamente es en estos trayectos donde viviremos los momentos más gratos que nos deparará este título. Las mejores conversaciones tendrán lugar mientras acompañamos a alguien en su carreta, las estampas más evocadoras surgirán de forma espontanea frente a nosotros, ese pequeño tesoro escondido y sorprendente solamente se revelará si decidimos explorar el mundo metiéndonos de lleno en él.

Evidentemente, si queremos ir directos a las escenas de acción y a las misiones principales podremos hacerlo mediante un sistema de teletransportes, pero esta decisión significaría sacrificar ese componente de inmersión en el que tanto se ha trabajado, y que es lo mejor del juego. Llenar de vida un escenario que aparentemente es tan vacío y convertir la nada en el sandbox más divertido de cuantos han aparecido es el gran mérito de RDR. Las pequeñas pero abundantes misiones secundarias esparcidas por todo el escenario, las situaciones imprevisibles fruto de este entorno de violencia, y sobre todo la fauna salvaje que puebla este gran ecosistema virtual son los principales responsables de esto.

Esta fauna, y en especial los caballos, han sido recreados con un cuidado extremo y podemos afirmar sin temor a equivocarnos que son los mejores animales que jamás se han visto en un videojuego. No solamente destaca su diseño sino también sus animaciones.

Técnicamente RDR nos obliga a portarnos tan educadamente como John Marston y a quitarnos el sombrero ante Rockstar San Diego. Este es uno de esos juegos en que el simple goce visual forma parte de la diversión. La cámara libre que ya vimos en las últimas entregas de GTA nos servirá no solamente para desenvolvernos con mayor facilidad durante los tiroteos, sino también para presenciar unas imágenes que durante un 90% del juego bien podrían ser postales fotorealistas de un idílico anuncio de Marlboro. Ayuda también la magistral iluminación y sobre todo el SOL. ¡Qué sol amigos, qué sol!